En la historia existen momentos clave. Decisiones, encrucijadas, pormenores que cambian una situación circunstancial y accionan una serie de acontecimientos que cambian totalmente el destino de la humanidad. Antiguamente se daba mucho peso a estos instantes, acumulando en sus historias detalles sin excesiva importancia, para después ser denigrados por la nueva historia del siglo XX por llevar a una historia anecdótica. Lo cierto es que existe una serie de instantes trascendentales, que, utilizando el título homónimo de una obra de Stefan Zweig, se convierten en “momentos estelares de la humanidad”. Una de mis citas apócrifas favoritas (y no precisamente porque diga mucho de mi…) me lleva a hablar brevemente de uno de esos momentos (eso sí, lamento profundamente no mantener el buen hilo narrativo de Zweig).
Corría el año 1631 y ya hacía 13 años que los praguenses habían tirado (literalmente) a los hombres del emperador por una ventana, dando comienzo a la conocida Guerra de los Treinta Años. Aunque para la mayor parte de los españoles este conflicto nos suena a algo ajeno y lejano lo cierto es que España (la Monarquía Católica más bien) fue uno de sus principales protagonistas. Hacia ese año la guerra se había decantado totalmente a favor de la causa del emperador (esto es de los Habsburgo, de los católicos frente a los protestantes, de la corte de Madrid al fin y al cabo). Desde la victoria de la Montaña Blanca y la derrota de los daneses, el poder imperial parecía imponerse en el Sacro Imperio, y una aureola de tiranía se extendía por las cortes de los príncipes protestantes de Alemania. Entonces apareció un paladín en la figura de Gustavo Adolfo, rey de Suecia. Este se presento en Alemania con un ejército al que pronto se le uniría todos aquellos proscritos por la autoridad imperial, y los temerosos del “poder papista” católico. Las fuerzas finalmente confrontaron en Breitenfeld el 17 de septiembre de ese año. Gustavo Adolfo, el mismo rey, encabezaba a los protestantes frente a las fuerzas católicas de Tilly. Al afrontar esta batalla no solo podemos hablar de número de hombres, ni mejoras materiales. Frente a frente entablaban batalla dos formas de concebir la guerra. Tilly era un soldado experimentado seguidor de los métodos de Alejandro Farnesio. Su estrategia era pues el esquema español de los tercios, que había dado la hegemonía a los hispanos durante más de un siglo. Frente a él Gustavo Adolfo, estudioso de las tácticas holandesas de principios del XVII (basadas en las obras de estrategia romana clásicas), más flexibles que el tercio. Que este combate se entablara en mitad de Alemania y no en Flandes se debe a que con la reanudación de la guerra con Holanda esta se caracterizó por la guerra de sitios y no por grandes batallas. Por otra parte los suecos contaban con una caballería muy disciplinada, fuertemente influenciada por la polaca: estos cargaban tras disparar, no intentaban ejercer la compleja maniobra de la “caracola española”.
El combate empezó con ciertas ventajas de los católicos frente el ala sajón, y las dos infanterías se enfrentaron con virtud similar. Era el momento. Uno de los capitanes de Tilly, Pappenheim , quien dirigía la caballería, ansioso por socorrer a sus compañeros y alzarse con la gloria cargo con la caballería imperial. Cuentan que cuando Tilly vio su intención le grito: "¡Imbecil! Has perdido el mundo!”. Los dragones suecos encontraron entonces el momento de atacar y arrasar a Pappenheim y a sus hombres. Indefensos, sin la protección de la caballería, la infantería católica pronto fue derrotada. Como había predicho Tilly, Peppenheim había perdido la batalla y la causa católica (y el juicio de Tilly por cierto, que dicen que se volvió loco desde entonces).
Personalmente la cita me parece apropiada. Ciertamente es apócrifa, y no hemos de culpar gratuitamente al impetuoso capitán de la derrota, pues un análisis pormenorizado llevaría a quitarle gran parte (sino toda) la culpa, pero fue durante mucho tiempo la versión tradicional. La batalla fue uno de esos momentos estelares: desde entonces el emperador perdió la iniciativa, y se vio derrotado, mientras que los suecos arrasaron el Imperio hasta 1648.
Corría el año 1631 y ya hacía 13 años que los praguenses habían tirado (literalmente) a los hombres del emperador por una ventana, dando comienzo a la conocida Guerra de los Treinta Años. Aunque para la mayor parte de los españoles este conflicto nos suena a algo ajeno y lejano lo cierto es que España (la Monarquía Católica más bien) fue uno de sus principales protagonistas. Hacia ese año la guerra se había decantado totalmente a favor de la causa del emperador (esto es de los Habsburgo, de los católicos frente a los protestantes, de la corte de Madrid al fin y al cabo). Desde la victoria de la Montaña Blanca y la derrota de los daneses, el poder imperial parecía imponerse en el Sacro Imperio, y una aureola de tiranía se extendía por las cortes de los príncipes protestantes de Alemania. Entonces apareció un paladín en la figura de Gustavo Adolfo, rey de Suecia. Este se presento en Alemania con un ejército al que pronto se le uniría todos aquellos proscritos por la autoridad imperial, y los temerosos del “poder papista” católico. Las fuerzas finalmente confrontaron en Breitenfeld el 17 de septiembre de ese año. Gustavo Adolfo, el mismo rey, encabezaba a los protestantes frente a las fuerzas católicas de Tilly. Al afrontar esta batalla no solo podemos hablar de número de hombres, ni mejoras materiales. Frente a frente entablaban batalla dos formas de concebir la guerra. Tilly era un soldado experimentado seguidor de los métodos de Alejandro Farnesio. Su estrategia era pues el esquema español de los tercios, que había dado la hegemonía a los hispanos durante más de un siglo. Frente a él Gustavo Adolfo, estudioso de las tácticas holandesas de principios del XVII (basadas en las obras de estrategia romana clásicas), más flexibles que el tercio. Que este combate se entablara en mitad de Alemania y no en Flandes se debe a que con la reanudación de la guerra con Holanda esta se caracterizó por la guerra de sitios y no por grandes batallas. Por otra parte los suecos contaban con una caballería muy disciplinada, fuertemente influenciada por la polaca: estos cargaban tras disparar, no intentaban ejercer la compleja maniobra de la “caracola española”.
El combate empezó con ciertas ventajas de los católicos frente el ala sajón, y las dos infanterías se enfrentaron con virtud similar. Era el momento. Uno de los capitanes de Tilly, Pappenheim , quien dirigía la caballería, ansioso por socorrer a sus compañeros y alzarse con la gloria cargo con la caballería imperial. Cuentan que cuando Tilly vio su intención le grito: "¡Imbecil! Has perdido el mundo!”. Los dragones suecos encontraron entonces el momento de atacar y arrasar a Pappenheim y a sus hombres. Indefensos, sin la protección de la caballería, la infantería católica pronto fue derrotada. Como había predicho Tilly, Peppenheim había perdido la batalla y la causa católica (y el juicio de Tilly por cierto, que dicen que se volvió loco desde entonces).
Personalmente la cita me parece apropiada. Ciertamente es apócrifa, y no hemos de culpar gratuitamente al impetuoso capitán de la derrota, pues un análisis pormenorizado llevaría a quitarle gran parte (sino toda) la culpa, pero fue durante mucho tiempo la versión tradicional. La batalla fue uno de esos momentos estelares: desde entonces el emperador perdió la iniciativa, y se vio derrotado, mientras que los suecos arrasaron el Imperio hasta 1648.
Gran narración, fijáte en esos puntos de inflexión de la historia lo que dan de sí. Supongo que es la manera simplista que tiene el ser humano de argumentar la una gran victoria o derrota, con la que se queda la gente del común. LA anéctoda que también tiene mucho de cierto, aunque sea el cambio de una nueva forma de combate y equipo.
ResponderEliminarando ansioso por leer más historietas de estas ;)